En la manipulación del lenguaje, a la que nos tiene acostumbradas el poder económico-político, el término “extremo-a” ocupa un lugar preeminente. En efecto, lo ha utilizado y utiliza con tal profusión que ya forma parte del discurso común, el que se ha situado por encima de las ideologías, porque la que debiera ser negadora de ese poder también lo ha incorporado, sin crítica, a su vocabulario.
Con él se catalogan las tendencias
políticas que a dicho poder (capitalismo liberal) le resultan, cuando menos,
incómodas. Por eso, es fácil leer y oír mensajes donde se hace referencia a la
“extrema izquierda” o a la “extrema derecha”, quedando implícito el hecho de
que, como señala la RAE en una de sus acepciones, son propuestas “excesivas” y
“exageradas”. Y, como todo lo que es excesivo o exagerado es negativo,
catalogar a determinadas formaciones políticas de “extremas” equivale a
valorarlas negativamente. De este modo, se consigue que el contenido de lo que
sea su ideario político quede de antemano, y para la mayoría de la ciudadanía, desvirtuado,
si no totalmente oculto.
Por otra parte, la equidistancia y
neutralidad que se pretende manifestar al igualar a determinada derecha y a
determinada izquierda con el adjetivo de “extremas” es pura falacia. En efecto,
la llamada “extrema derecha” se define, por lo menos en Europa, como
nacionalista, xenófoba, racista y mayoritariamente violenta, mientras que en la
“extrema izquierda” se incluye a anticapitalistas, anarquistas, comunistas, y a
algunos grupos socialistas y/o nacionalistas al margen de que sean o no
violentos. La simple comparación nos descubre que, para el sistema, la
xenofobia y el racismo están al mismo nivel de negatividad que la búsqueda de
la igualdad económica y política o la defensa de los derechos para todas las
personas sin distinción. También pone en evidencia que el abanico de opciones
ideológicas englobadas dentro de la “extrema derecha” es muy inferior al de la
“extrema izquierda”. Pero, y sobre todo, coloca dentro de la “normalidad” a los
grupos políticos no englobados en ninguno de esos extremos, y ya se sabe que lo
normal es bueno si se compara con lo excesivo.
Si “extremo” es sinónimo de “excesivo”,
habrá que concluir que quien favorece la acumulación de riqueza con su
correspondiente generación de pobreza, la expulsión de inmigrantes o su
abandono al huir de la guerra o del hambre, los desahucios que dejan a personas
sin hogar, la carestía de los bienes básicos para una vida digna, etc, debería
ser considerado extremista con más razón que la que se utiliza para denominar de
ese modo a quienes se oponen a esos “excesos”.