viernes, 2 de febrero de 2024

La falacia de la “calidad”

 



Siendo sincero, parecía innecesario tener que dar explicaciones de por qué las distintas propuestas de calidad, provenientes tanto de las instituciones como de otro tipo de organismos más “inocuos”, deben ser rechazadas por quienes trabajamos en la enseñanza. Pero como, sorprendentemente para mí, ha calado en algunas mentes que yo consideraba críticas –aunque, bien es cierto, que muchas de ellas ya han abandonado el barco y la euforia inicial va dejando paso al desencanto-, me siento en la obligación de hacer algunas reflexiones sobre el asunto. 

Las distintas propuestas que se plantean, tanto institucionales como no, tienen una raíz común:

“Los sistemas de calidad aparecieron en 1951. El control de calidad, uno de los elementos de la gestión de calidad, surgió, como quehacer de la industria, después de la Segunda Guerra Mundial y sus principios los codificó J.M. Juran en 1951 en su Manuscrito del control de calidad (...). Los avances realizados en este campo han estado siempre en manos de los militares pues empezaron para inspeccionar las armas durante la Segunda Guerra Mundial. En 1959, la primera norma estatal sobre el programa de calidad, el MIL Q 9858A, lo elaboró el Departamento de Defensa de EE.UU. En 1968, le siguieron las Publicaciones para Asegurar la Calidad (AQAP) elaboradas por la OTAN. Al poco tiempo, en 1970, el Ministerio de Defensa de Gran Bretaña publicó una versión británica del AQAP y, en 1972, el Organismo para la Reglamentación Británico publicó el BS 4891, la Guía para Asegurar la Calidad”.    

Esta es la historia contada por quienes se dedican a extender los sistemas de Control de Calidad. A su origen militar siguió su utilización en la industria, tanto en EE.UU. como en Japón, entre otros. Pero así como en el caso de la industria militar la finalidad fundamental, cuando estos sistemas surgieron, era el logro de una mayor precisión y la eliminación de errores, en la industria en general, incluyendo ahora también la militar, muy privatizada, los objetivos serían que “si se cumplen desde el primer momento las obligaciones –vinculadas al Plan de Gestión de Calidad para conseguir, por ejemplo el ISO 9000- no habrá ningún tipo de pérdida, los costos serán mínimos y las ganancias máximas”.

Las aportaciones a la Calidad han sido variadas a lo largo del tiempo, y ha habido algunas con criterios más “humanos” o, lo que es lo mismo, menos mercantiles, como sería el caso de K. Ishikawa y su Control Absoluto de la Calidad: revolución conceptual. En concreto, esto es parte de lo que afirma:

Cuando quien gestiona una empresa decide establecer en la misma el control de calidad, debe regular todos los procesos y los procedimientos y, posteriormente, con atrevimiento, delegar su poder en los subordinados. El principio básico de una administración acertada consiste en dar la posibilidad de que los subordinados tengan la posibilidad de aprovechar totalmente sus capacidades...Todos los que tienen que ver con la empresa tienen que sentirse cómodos y orgullosos de la misma y, a la vez, aprovechando sus capacidades, deben realizar sus potencialidades personales...Es un sistema del que participan todos los empleados, de arriba abajo y de abajo arriba, y que respeta totalmente la humanidad”

 En todo caso, aunque los medios cambien, el objetivo siempre es el mismo: el mayor rendimiento en el menor tiempo posible y con los menos gastos posibles. Por eso, la aparente “humanidad” que destila el texto arriba reflejado, y otros similares, puede resultar más dañina que cuando abiertamente expresan la verdadera intencionalidad. La razón es obvia, los subordinados se convierten, aparentemente, en gestores de la empresa, es decir, forman parte de ella y ella de sus vidas, se implican más, la sienten como suya, PERO NO ES SUYA. En esto radica el engaño, engaño que fácilmente se puede comprobar cuando llegan tiempos de crisis. Efectivamente, cuando los beneficios no son los esperados o se acumulan pérdidas viene la reducción de personal tan habitual, por desgracia, últimamente; entonces ya no se es empresa y la cruel realidad se impone. Pero hasta entonces, esas personas han dado lo mejor de sí mismas recibiendo, a cambio, el salario que tienen asignado y llevándose la dura impresión de que, como era gestor de la empresa, suya es la culpa de la crisis y debe pagar por ello. En fin, una diabólica forma de eliminar la confrontación social y de crear un ejército de personas sometidas para siempre.

La razón de todo este empeño por la calidad no es otra que la disminución del mercado, es decir del número de personas que pueden y quieren acceder a los productos que se ponen a la venta. Como existe un exceso de productos en el mercado del primer mundo, que es el que puede acceder a ellos, la competencia ya no se establece solamente en términos de cantidad sino de calidad. Ahora el consumidor, el cliente en terminología de la Calidad, ha pasado a ser el rey. De ser alguien sin criterios se ha convertido en una persona que sabe lo que quiere y que, además, sabe distinguir la calidad de lo que se le ofrece. De ahí que Alberto Galgano, en su obra Gestión de la Calidad total: alternativas señale que los cuatro deseos del cliente que hay que respetar son la calidad, el precio, el servicio y la fiabilidad. Pero la calidad es algo que se pretende imponer a todas las personas vinculadas a la empresa, para evitar lo que, en un principio, sucedía en EE.UU., donde solamente el núcleo dirigente de las empresas se hacía cargo de ella, con resultados nada alentadores. Para reflejar esto, las nuevas tendencias, que tienen su raíz en Japón, lo llamaban despectivamente la “calidad de los cuatro gatos”. El nuevo planteamiento de la calidad tiene como objetivo “lograr que todas las personas de la empresa se preocupen de la calidad y, más aún, que la calidad impregne toda la empresa, lo que significa que hay que estructurarla en torno a la misma”. Para lograrlo se proponen “procurar un cambio del modo de pensar de la gente y, para eso, es imprescindible que la dirección de la empresa asuma, también, la dirección del control de calidad de la misma”.

Lo dicho hasta ahora explica por qué toda la información acerca de la mejora de la calidad ha estado vinculada, hasta hace poco tiempo, a las empresas productoras de mercancías, sean las que fuesen. Pero, claro, vivimos en un mundo donde se intenta hacer de cualquier actividad negocio y, así, fruto de la moda por la calidad, han ido surgiendo grupos de personas que, conocedores de los entresijos de los sistemas de control calidad –o de la calidad total, como ahora les gusta que se llame- han hecho de ese conocimiento su forma de vida o, si se quiere, su negocio montando toda una red de “especialistas” que han expandido a través de charlas, y con bastante apoyo oficial, la ideología de la calidad, cantando sus virtudes y encontrando gran receptividad, tanto en el mundo empresarial -que ha visto en ello el filón de implicar a los trabajadores para conseguir más productividad o mejores ventas a cambio de nada, o de las cantidades que deben pagar a los promotores del sistema- como en las distintas administraciones, que buscaban con denuedo la forma de reducir las plantillas de trabajadores públicos sin que la población se les echara encima y que han encontrado la solución en la implicación “gratuita” y “voluntaria” de unos trabajadores dispuestos a redimirse de su apatía política y sindical a través de la visión calvinista y opusiana del “salvémonos en el trabajo”. Y así ha surgido, de una necesidad “inventada”, puramente artificial, un grupo de personas que se denominan a sí mismas “líderes”, que han establecido una red de especialistas que, con el beneplácito de las administraciones, tanto de la comunidad autónoma vasca como de la navarra, y con el apoyo de las confederaciones de empresarios, se dedican a controlar “objetivamente” la calidad del trabajo tanto en las empresas privadas como públicas.

Con lo afirmado hasta ahora se comprenderá que, al intentar implantarla en la educación, haya tenido prioridad el ámbito científico técnico –sobre todo este último- y, en concreto, las enseñanzas de Formación Profesional. Sin embargo, y a la vista de las grandes ventajas que ofrece a cambio de la poca inversión que exige, el modelo ya ha llegado al resto de los centros educativos, a la sanidad, etc. En el caso de la educación, es necesario constatar que, lo que en un principio tuvo una buena acogida, se ha ido diluyendo con el paso del tiempo y, sobre todo, con la constatación de que la mal llamada calidad sólo traía más trabajo, mientras que los beneficios eran repartidos entre muy pocas personas, algunas de ellas convertidas en profesionales del asunto.

Para aliviar esa decadencia sin freno, se intentan acelerar los procesos de consecución de Certificados de Calidad, se pretende competir con los centros de la red privada, donde esos certificados los tienen otorgados prácticamente desde su fundación, pues aquí es perfectamente aplicable el dicho de “yo me lo guiso, yo me lo como”; se quiere, en suma, privatizar la enseñanza pública, mejorar la relación beneficios-coste con la buena voluntad de las personas que en ella trabajamos, pero sin ninguna aportación económica por parte de la Administración, e implantar una jerarquía de centros en función de los logros de certificaciones, generando una competitividad entre los mismos, en vez de potenciar la solidaridad.

Además, y lo que es más grave todavía, se mantiene el empeño en cuantificar lo no cuantificable, en convertir en número a las personas, en tratarlas como objetos de trabajo, es decir, como cosas, olvidando que lo subjetivo existe y que es tan valioso en la realidad humana como lo objetivo; ignorando, en suma, que en la elaboración de mercancías el punto de partida se puede considerar como constante, a efectos de mercado, y que lo que se pretende es que, mediante una “regulación del proceso”, el producto final sea de más calidad para poder responder a las exigencias de ese mercado, hoy más “selecto”, pero se olvida, como decía, que en la educación las personas tienen una historia singular, única, un desarrollo físico, psicológico, familiar y social que no es cuantificable pero que determina el resultado final, que es, fundamentalmente, el que se tiene en cuenta al elaborar los informes que van a ser objeto de valoración y que después van a servir para juzgar, de paso, al profesorado y a su trabajo, así como al funcionamiento del centro en su conjunto.

NO A ESTA CALIDAD

Impunidad



Leí agradablemente sorprendido que SUMAR proponía en su borrador del programa electoral sancionar a las periodistas que manipulan y desinforman. Pero, la sorpresa ha dado paso a la decepción cuando, ante la avalancha de críticas, mayoritariamente basadas en la libertad de expresión (aguantad la risa, por favor)) sobre todo de los medios de la derecha, que son casi todos, esa coalición ha retirado su propuesta. 

La lectura de lo sucedido daría para una tesis doctoral de sociología, antropología social, política e incluso psicología, pero, sin llegar a tanto, sí que se pueden extraer conclusiones muy interesantes.

Conviene aclarar que en la mayoría de las profesiones, si no en todas, existe la posibilidad de que una persona que las ejerza sea sancionada o expulsada de las mismas por realizar actuaciones contrarias a sus principios, recogidos en reglamentos y/o leyes que las regulan, aparte, claro está, de otras posibles consecuencias penales que dichas actuaciones pudieren acarrear.

La mayoría de las profesiones, sobre todo las que conllevan relaciones sociales, elaboran códigos deontológicos que establecen los principios morales que deben regir su práctica. El no cumplimiento de dichos principios trae como consecuencia la posibilidad de que determinadas actuaciones contrarias a los mismos puedan catalogarse como leves, graves o muy graves y ser sancionadas hasta con la expulsión de la profesión.

Pues bien, proponer sancionar a las periodistas que desinforman o manipulan la información conscientemente no solo no es apoyado por la mayoría del gremio, cosa aberrante, sino que, también, y aprovechando que el Ebro pasa por Zaragoza, por muchas personas del ámbito político, la mayoría de derechas, todo hay que decirlo, con el peregrino argumento de que eso va contra la libertad de expresión. 

Tiene lo suyo que quienes elaboran leyes mordaza, que sirven para castigar con multas e incluso mandar a la cárcel a quienes expresan su opinión, o aplauden o permiten las actuaciones fascistas de prohibir espectáculos, obras de teatro, exposiciones, etc., pongan el grito en el cielo de la hipocresía porque un grupo político proponga sancionar a las periodistas que no cumplan el código deontológico redactado por la UNESCO, el europeo de deontología del periodismo, o el de su propia federación (FAPE), que recogen la obligatoriedad de las periodistas de informar con veracidad y objetividad.

¿Qué conclusión se puede sacar de esa actitud de rechazo a la sanción? Evidentemente, que muchos medios y profesionales de los mismos no cumplen con su obligación de informar con veracidad y objetividad, y que, como su objetivo parece ser servir a intereses ajenos a dicha información, no están dispuestos a aceptar una propuesta que les podría traer como consecuencia el cierre del medio o la expulsión de la profesión de alguna de sus miembros. En resumen: pretenden la impunidad de la manipulación y la mentira.

Espero de la mayoría de las personas de la profesión, y de los partidos políticos que defienden la verdad, una rectificación en el sentido de velar por esta y de impulsar las sanciones para quienes, estando obligadas a respetarla, la mancillan día sí, día también, manchando la imagen de otras muchas personas periodistas que han puesto y ponen en peligro su puesto de trabajo y, en más de una ocasión, su propia vida en su defensa.