domingo, 15 de agosto de 2021

Alea jacta est



Quienes, desde sus creencias religiosas, se oponen a la eutanasia y a la ley que la regula deben de tener las neuronas al rojo vivo. No las dejan descansar en su empeño por buscar argumentos que utilizar en contra de la realidad política que, día a día, va dando al traste con sus privilegios milenarios. Y es que, perder el poder sobre el morir equivale a su desaparición. Por eso, aunque afirmen que sus principios son inamovibles, sus argumentos se van adaptando a los tiempos, y lo que era axioma en un determinado momento pasa al olvido poco después. Así, “la vida es un don de dios” se transmutó en “la vida es un préstamo divino”, porque, claro, como lo que se da no se quita, aquella donación se volvió contraria a su principal interés, que consiste en que nuestra vida esté en sus manos, como gestores que se consideran y se proclaman de los asuntos divinos, y no en las de cada cual. Se trataba, por encima de todo, de que la vida fuera lo único que no se incluyera en el sacrosanto derecho a la propiedad privada que con tanto ímpetu defienden. Y no les iba mal, la verdad, porque los estados y sus correspondientes gobiernos aceptaban sus premisas morales, aunque, en muchos casos, dijeran ser laicos. Pero, las sociedades se han ido independizando de su influencia, y, gracias al esfuerzo y sacrificio de muchas personas, el derecho a disponer de nuestro ser se ha ido abriendo camino en las legislaciones. Cuando, como señalaba antes, el argumento principal era que la vida era un don o un préstamo divino, a quien hablaban era a una sociedad impregnada de sus creencias carentes de razón. Hoy, esa sociedad ya no existe, y los supuestos mandatos divinos solo afectan a quienes creen en ellos, que cada vez son menos. Por ese motivo, han abandonado el mundo de los argumentos celestes y han descendido al de los mundanos. Y, como las estadísticas muestran que la sociedad está mayoritariamente a favor de la eutanasia, es decir, de que el morir sea algo que esté en manos de quien es dueña del vivir, y, además, esa voluntad mayoritaria se ha convertido en ley, han tenido que optar por la selección artificial, y han elegido al gremio médico como último baluarte de sus creencias. Esta elección tiene su justificación lógica. En efecto, si la eutanasia requiere la relación entre alguien que la solicita y alguien que la hace posible, y la solicitud está amparada por la ley, solo la negativa de quien la tiene que posibilitar impedirá que se cumpla la misma. ¿Qué “razones” han aportado o aportan para intentar imponer sus creencias por encima de la legalidad? Tomando como base los documentos de la Congregación para la Doctrina de la Fe (uno, de 1980, y, otro, de 2020), que dejan claro que la vida es un don divino, han realizado un viaje en busca de apoyos racionales a su irracionalidad. Así, de la simple constatación de esa donación a la que hecho referencia, pasaron a la consideración de la eutanasia como homicidio e incluso como asesinato. La aprobación de la ley anula cualquier pretensión en ese sentido, porque la práctica de un derecho nunca puede ser considerada como un crimen. Siguieron, después, con la manida pendiente resbaladiza, es decir, con el fantasma de que su aprobación traería como consecuencia la aplicación incontrolada de la eutanasia. Las realidades de los países donde la eutanasia legal lleva funcionando desde hace alrededor de veinte años, se ha encargado de desmentir lo que ya de por sí es una mentira lógica. Anulada esa vía, anulada la pretensión de imponer creencias religiosas frente a derechos civiles, y anulada la posibilidad de que una mayoría de la población se muestre contraria, el siguiente paso fue acudir a la defensa de los cuidados paliativos como alternativa a la eutanasia. Pero, tampoco esta dio los resultados esperados, habida cuenta de que ambas posibilidades no son contradictorias, y, como enseña la propia lógica de sus paladines ideológicos (Aristóteles y Tomás de Aquino), lo que no es contradictorio es posible. Además, la propia ley de eutanasia recoge la obligatoriedad de informar sobre los cuidados paliativos y ofrecerlos a quien la solicita. El siguiente intento ha consistido en promover la objeción de conciencia, cayendo en la contradicción, ahora sí, de convertirla en desobediencia civil, porque hacen un llamamiento público sobre lo que en teoría corresponde al ámbito privado. A eso habría que añadir que la propia ley recoge ese derecho a objetar, por lo que reclamarlo roza el ridículo. Y, así, llegamos al último intento, por ahora, para impedir que la ley siga adelante. Este consiste en la utilización del concepto de acto médico, para lo cual se sirven de una definición ad hoc extraída de la que al respecto ofrece el Diccionario Médico de la Universidad de Navarra del Opus Dei, a la que convierten, por arte de birlibirloque, en axioma, es decir, en principio indiscutible, al modo como lo haría alguien que definiera a los gatos en función del color de su piel y afirmara que “los gatos son negros”, con lo cual, si alguien viera algo con todas las características de un gato, pero que no fuera negro, la conclusión sería que no era un gato. Eso mismo es lo que pretenden imponer a todas las profesionales de la medicina, intentando hacerles creer que son ellos, quienes se oponen a la eutanasia por razones religiosas, y no la sociedad a través de las leyes democráticamente aprobadas, los que determinan qué es un acto médico. Entendería que todos esos esfuerzos por rechazar lo que la sociedad mayoritariamente ha decidido fueran dirigidos a sus correligionarios, para los que sería suficiente, en todo caso, con la amenaza del fuego eterno. Pero, como la mayoría de personas católicas (más del 52% en 2018, según el CIS), también son favorables a la eutanasia, y parece que ya no les asusta la amenaza del infierno, no parece que tampoco esta opción vaya a resultar favorable a sus intereses. Solo la interpretación tergiversada de algún tribunal afecto a su ideología puede brindarle un último apoyo. Aun así, alea jacta est.

domingo, 10 de enero de 2021

Carta a una carta

 


El Ministerio de Igualdad ha abierto una consulta pública sobre una futura “ley trans”, como reconocen las ocho firmantes de la Carta abierta al Gobierno de España. No se entiende que exijan un debate en el que ya están participando, a no ser que pretendan tener un protagonismo más allá del que emana de sus personas.

Quienes firman la carta no representan a ninguna asociación, sino que lo hacen a título individual. ¿Está obligado el Ministerio de Igualdad a tomar en consideración todas las cartas suscritas por personas individuales o grupos de personas? Si se convocara a todas las asociaciones y personas interesadas, tal y como se propone en dicha carta, es evidente que lo que se lograría es que la ley no saliera adelante, y se entrara en un proceso sin fin que, además, provocaría enfrentamientos y divisiones en el movimiento feminista y en la sociedad en general. ¿Cómo sería ese proceso de debate y reflexión? ¿quién tomaría parte y cómo? ¿Quién lo dirigiría? ¿Cómo se tomarían las decisiones? ¿Quién informaría a la ciudadanía, y de qué?

La carta en cuestión contiene elementos ya utilizados por las creencias religiosas para atacar a las ideas que no concuerdan con su fe. En concreto, se parte de una afirmación categórica (“la autodeterminación del sexo es imposible”), que solo se justifica con otras afirmaciones igualmente categóricas (“el sexo es realidad biológica constatable, dato objetivo y realidad material”) que no se sustentan con ningún argumento, dato o prueba que las confirme. Sí existen, sin embargo, estudios que rebaten esas afirmaciones, como son los de Anne Fausto-Sterling, y experiencias vitales crueles, como las sufridas por la atleta española María Patiño, debidas a esa creencia en la objetividad del sexo.

Por otra parte, se acusa a quienes promueven la “ley trans” de algo que solo existe en las mentes de las firmantes de la carta, como es, que apoyan los estereotipos que siempre ha rechazado el feminismo, cuando es justamente lo contrario. Es decir, convierten su interpretación del posible contenido de la propuesta de ley en una verdad absoluta, y se presentan como las representantes del verdadero feminismo.

Habría que añadir, además, la utilización que hacen de la tan manida falacia de la pendiente resbaladiza, exponiendo toda una serie de consecuencias desastrosas que tendría la implantación de dicha ley (La defensa de las mujeres, el mantenimiento de los espacios reservados, las cuotas, las ayudas, la diferenciación por sexos en competiciones deportivas, o los datos desagregados por sexo para analizar el comportamiento social o tomar medidas frente a las desigualdades entre los sexos son otros de los derechos conculcados si se sustituye sexo por género sentido”), sin justificar por qué serían esas las consecuencias y no sus contrarias o simplemente otras distintas.

Las personas firmantes de la carta, dicen abogar por un conjunto de libertades, entre las que estaría la “elección sexual”, y se manifiestan contrarias a la discriminación por ese motivo, pero, a continuación, ponen límites a esa libertad dejando al margen la elección del sexo, al que denominan “realidad material”.

Desconozco en qué pueda consistir el motivo por el que hay personas que desean tener un sexo distinto al que socialmente se les atribuye, y quieren cambiarlo, pasando de ser hombres a mujeres y viceversa. De lo que sí puedo hablar es del sufrimiento que padecen esas personas y sus allegadas. Sufrimiento en el descubrimiento de la contradicción entre cómo una persona se ve a sí misma, y cómo la ve la sociedad, sufrimiento ante el dilema de cómo comunicarlo, sufrimiento ante las sospechas de quienes están al acecho de lo diferente para castigarlo; sufrimiento ante el futuro incierto que les aguarda… Ciertamente, esas personas no son muchas cuantitativamente hablando, pero ignorarlas, intentar adoctrinarlas en la fe verdadera del sexo natural y objetivo es una crueldad. Afrontar el problema desde un punto de vista social, con el objetivo de dar cauce a esa vivencia, es tomar postura moral. Y, para ello, es imprescindible que esas personas sean las protagonistas, porque el sexo y no solo el género, como el vivir y el morir, es algo que no pertenece a toda la sociedad, sino algo que compete en exclusiva a la persona.

Comunismo a la carta




En su afán por no perder la influencia tenida a lo largo de la historia, la jerarquía de la Iglesia Católica se ha encerrado en la atalaya de la muerte, una de sus últimas posesiones. Desde allí, intenta controlar todos los intentos de acercamiento por parte de la sociedad laica, contra la cual lanza dardos envenenados con forma de palabras.

Poco importa que, para la defensa, tengan que contradecir sus propios mandamientos, sobre todo el séptimo, el que prohíbe la mentira. Así, a la ayuda a morir la llaman homicidio, a la voluntad de morir locura o petición de cariño, y a la muerte digna muerte indigna. Porque, según esa jerarquía, la vida no nos pertenece a las personas individualmente. Y, no, ya no basta con reclamarla como posesión de dios, porque saben que esa afirmación, tan utilizada hasta hace muy poco tiempo, solo valdría para quienes creen en la existencia de ese ser. Ahora, necesitan otra razón, otro dardo envenenado con forma de argumento “civil”. Y acuden al ¡comunismo! En efecto, comienzan diciendo que somos seres sociales y que, por tanto, nos debemos a la sociedad, y concluyen que nuestra vida no es nuestra ni podemos hacer con ella lo que nos venga en gana.

Resulta curiosa la capacidad de adaptación de la jerarquía de la Iglesia Católica que pasó de afirmar que la vida nos la da dios, a decir que, en realidad, no es una donación sino un préstamo y, por último, a señalar que pertenece a la sociedad. Lo que durante siglos han atacado y vilipendiado, la teoría de la evolución y el comunismo, se han convertido en los muros de su atalaya de la muerte.

Cabría esperar que ese comunismo de la vida que ahora reclama fuera acompañado de un comunismo de las cosas, de los bienes, de la riqueza, en suma, algo que ya conocieron los primeros cristianos, tal y como relata el evangelista Lucas: “Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Y perseveraban unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo.” Pero, no, esa jerarquía sigue defendiendo la propiedad privada de las cosas, pero no la de la vida.