Poco importa que, para la defensa, tengan que contradecir
sus propios mandamientos, sobre todo el séptimo, el que prohíbe la mentira.
Así, a la ayuda a morir la llaman homicidio, a la voluntad de morir locura o
petición de cariño, y a la muerte digna muerte indigna. Porque, según esa
jerarquía, la vida no nos pertenece a las personas individualmente. Y, no, ya
no basta con reclamarla como posesión de dios, porque saben que esa afirmación,
tan utilizada hasta hace muy poco tiempo, solo valdría para quienes creen en la
existencia de ese ser. Ahora, necesitan otra razón, otro dardo envenenado con
forma de argumento “civil”. Y acuden al ¡comunismo! En efecto, comienzan diciendo
que somos seres sociales y que, por tanto, nos debemos a la sociedad, y
concluyen que nuestra vida no es nuestra ni podemos hacer con ella lo que nos
venga en gana.
Resulta curiosa la capacidad de adaptación de la jerarquía
de la Iglesia Católica que pasó de afirmar que la vida nos la da dios, a decir
que, en realidad, no es una donación sino un préstamo y, por último, a señalar
que pertenece a la sociedad. Lo que durante siglos han atacado y vilipendiado,
la teoría de la evolución y el comunismo, se han convertido en los muros de su
atalaya de la muerte.
Cabría esperar que ese comunismo de la vida que ahora reclama fuera acompañado de un comunismo de las cosas, de los bienes, de la riqueza, en suma, algo que ya conocieron los primeros cristianos, tal y como relata el evangelista Lucas: “Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Y perseveraban unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo.” Pero, no, esa jerarquía sigue defendiendo la propiedad privada de las cosas, pero no la de la vida.
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