viernes, 12 de octubre de 2018

Señor


Todo empezó un día cualquiera en los cines Golem de Iruña. Era la semana de Cine y Mujeres organizada por IPES y los propios cines Golem. Después de la proyección de una película, cuyo título no acierto a recordar, había un turno para intervenciones del público sobre los temas tratados en la misma. Tomé la palabra e hice mi aportación, la cual fue seguida por otra de una chica joven que, más o menos, dijo: “yo estoy de acuerdo con lo que ha dicho ese señor…”. “Señor”, me había llamado “señor”, yo que siempre había sido un nombre propio, yo que había hecho gala de romper las distancias que otorgan los papeles sociales…¿Habría entendido mal?, ¿se referiría a otra persona? No, no había duda porque, además, quienes me acompañaban, y algunas personas más que me conocían, rieron ante esas palabras y, para más inri, las repetían: “te ha llamado señor, ja, ja, ja…”
Y ahí empecé a hacerme mayor, porque serlo consiste en que las personas jóvenes te vean mayor aunque tú, en tu intimidad y en tu externidad, creas que no lo eres. Uno se puede empeñar en creer que la edad física no tiene por qué corresponderse con la edad vital, incluso le cabe la posibilidad de utilizar argumentos extraídos de grandes pensadores o de proverbios, como aquel que afirmaba que La vejez comienza cuando el recuerdo es más fuerte que la esperanza -razonando que “si tengo más esperanza que recuerdos, y ése es mi caso, la vejez no me ha llegado”-. Todo intento es vano cuando, no alguien como tú, no alguien de tu misma edad o parecida te llama “señor” -porque eso siempre puede ser fruto de una mente antigua o de la pura envidia- sino cuando una joven te despoja de la máscara.

jueves, 4 de octubre de 2018

Falso elitismo ético




Existe la creencia errónea de que para desempeñar determinadas actividades profesionales es necesario poseer unas cualidades éticas superiores a las de la mayoría de la ciudadanía.  Entre esas actividades estarían la medicina, la enseñanza o la judicatura. De sus profesionales se espera que, además de ejercer su labor con eficacia, se muevan por valores considerados socialmente buenos (entrega, altruismo, respeto, honestidad, honradez, etc.).
La realidad, sin embargo, nos muestra que tal creencia carece de fundamento. Efectivamente, en ninguna de dichas profesiones se exige para su acceso poseer unas determinadas virtudes éticas sino, a lo sumo, un limitado conocimiento teórico de las mismas. Además, las motivaciones que impulsan a quienes las ejercen son tan variadas como las que acompañan a muchas otras actividades: el prestigio, la riqueza, el poder, la búsqueda de un mundo más justo, la ayuda a las personas más desfavorecidas, etc. No hay, por tanto, nada que vincule necesariamente la importancia social de las actividades citadas con la ética de quienes las practican.
A la vista de lo dicho hasta ahora, se puede concluir que en colectivos del tamaño que conforman las personas dedicadas a la judicatura, la medicina o la enseñanza, habrá un porcentaje de ellas -similar al resto de colectivos- que infringirán las leyes o que atenten contra los valores socialmente aceptados; es decir, habrá maltratadores, abusadores de niños o niñas, racistas, etc. Por eso, ni la sociedad debe esperar ninguna superioridad ética de dichas personas, ni éstas deben considerarse superiores éticamente al resto de la ciudadanía.