Existe la creencia errónea de que para desempeñar determinadas
actividades profesionales es necesario poseer unas cualidades éticas superiores
a las de la mayoría de la ciudadanía. Entre
esas actividades estarían la medicina, la enseñanza o la judicatura. De sus profesionales se espera que, además de ejercer su labor con
eficacia, se muevan por valores considerados socialmente buenos (entrega,
altruismo, respeto, honestidad, honradez, etc.).
La realidad, sin embargo, nos muestra que tal creencia carece
de fundamento. Efectivamente, en ninguna de dichas profesiones se exige para su
acceso poseer unas determinadas virtudes éticas sino, a lo sumo, un limitado
conocimiento teórico de las mismas. Además, las motivaciones que impulsan a
quienes las ejercen son tan variadas como las que acompañan a muchas otras
actividades: el prestigio, la riqueza, el poder, la búsqueda de un mundo más
justo, la ayuda a las personas más desfavorecidas, etc. No hay, por tanto, nada
que vincule necesariamente la importancia social de las actividades citadas con
la ética de quienes las practican.
A la vista de lo dicho hasta ahora, se puede concluir que en
colectivos del tamaño que conforman las personas dedicadas a la judicatura, la
medicina o la enseñanza, habrá un porcentaje de ellas -similar al resto de
colectivos- que infringirán las leyes o que atenten contra los valores socialmente
aceptados; es decir, habrá maltratadores, abusadores de niños o niñas,
racistas, etc. Por eso, ni la sociedad debe esperar ninguna superioridad ética
de dichas personas, ni éstas deben considerarse superiores éticamente al resto
de la ciudadanía.
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