domingo, 10 de enero de 2021

Carta a una carta

 


El Ministerio de Igualdad ha abierto una consulta pública sobre una futura “ley trans”, como reconocen las ocho firmantes de la Carta abierta al Gobierno de España. No se entiende que exijan un debate en el que ya están participando, a no ser que pretendan tener un protagonismo más allá del que emana de sus personas.

Quienes firman la carta no representan a ninguna asociación, sino que lo hacen a título individual. ¿Está obligado el Ministerio de Igualdad a tomar en consideración todas las cartas suscritas por personas individuales o grupos de personas? Si se convocara a todas las asociaciones y personas interesadas, tal y como se propone en dicha carta, es evidente que lo que se lograría es que la ley no saliera adelante, y se entrara en un proceso sin fin que, además, provocaría enfrentamientos y divisiones en el movimiento feminista y en la sociedad en general. ¿Cómo sería ese proceso de debate y reflexión? ¿quién tomaría parte y cómo? ¿Quién lo dirigiría? ¿Cómo se tomarían las decisiones? ¿Quién informaría a la ciudadanía, y de qué?

La carta en cuestión contiene elementos ya utilizados por las creencias religiosas para atacar a las ideas que no concuerdan con su fe. En concreto, se parte de una afirmación categórica (“la autodeterminación del sexo es imposible”), que solo se justifica con otras afirmaciones igualmente categóricas (“el sexo es realidad biológica constatable, dato objetivo y realidad material”) que no se sustentan con ningún argumento, dato o prueba que las confirme. Sí existen, sin embargo, estudios que rebaten esas afirmaciones, como son los de Anne Fausto-Sterling, y experiencias vitales crueles, como las sufridas por la atleta española María Patiño, debidas a esa creencia en la objetividad del sexo.

Por otra parte, se acusa a quienes promueven la “ley trans” de algo que solo existe en las mentes de las firmantes de la carta, como es, que apoyan los estereotipos que siempre ha rechazado el feminismo, cuando es justamente lo contrario. Es decir, convierten su interpretación del posible contenido de la propuesta de ley en una verdad absoluta, y se presentan como las representantes del verdadero feminismo.

Habría que añadir, además, la utilización que hacen de la tan manida falacia de la pendiente resbaladiza, exponiendo toda una serie de consecuencias desastrosas que tendría la implantación de dicha ley (La defensa de las mujeres, el mantenimiento de los espacios reservados, las cuotas, las ayudas, la diferenciación por sexos en competiciones deportivas, o los datos desagregados por sexo para analizar el comportamiento social o tomar medidas frente a las desigualdades entre los sexos son otros de los derechos conculcados si se sustituye sexo por género sentido”), sin justificar por qué serían esas las consecuencias y no sus contrarias o simplemente otras distintas.

Las personas firmantes de la carta, dicen abogar por un conjunto de libertades, entre las que estaría la “elección sexual”, y se manifiestan contrarias a la discriminación por ese motivo, pero, a continuación, ponen límites a esa libertad dejando al margen la elección del sexo, al que denominan “realidad material”.

Desconozco en qué pueda consistir el motivo por el que hay personas que desean tener un sexo distinto al que socialmente se les atribuye, y quieren cambiarlo, pasando de ser hombres a mujeres y viceversa. De lo que sí puedo hablar es del sufrimiento que padecen esas personas y sus allegadas. Sufrimiento en el descubrimiento de la contradicción entre cómo una persona se ve a sí misma, y cómo la ve la sociedad, sufrimiento ante el dilema de cómo comunicarlo, sufrimiento ante las sospechas de quienes están al acecho de lo diferente para castigarlo; sufrimiento ante el futuro incierto que les aguarda… Ciertamente, esas personas no son muchas cuantitativamente hablando, pero ignorarlas, intentar adoctrinarlas en la fe verdadera del sexo natural y objetivo es una crueldad. Afrontar el problema desde un punto de vista social, con el objetivo de dar cauce a esa vivencia, es tomar postura moral. Y, para ello, es imprescindible que esas personas sean las protagonistas, porque el sexo y no solo el género, como el vivir y el morir, es algo que no pertenece a toda la sociedad, sino algo que compete en exclusiva a la persona.

Comunismo a la carta




En su afán por no perder la influencia tenida a lo largo de la historia, la jerarquía de la Iglesia Católica se ha encerrado en la atalaya de la muerte, una de sus últimas posesiones. Desde allí, intenta controlar todos los intentos de acercamiento por parte de la sociedad laica, contra la cual lanza dardos envenenados con forma de palabras.

Poco importa que, para la defensa, tengan que contradecir sus propios mandamientos, sobre todo el séptimo, el que prohíbe la mentira. Así, a la ayuda a morir la llaman homicidio, a la voluntad de morir locura o petición de cariño, y a la muerte digna muerte indigna. Porque, según esa jerarquía, la vida no nos pertenece a las personas individualmente. Y, no, ya no basta con reclamarla como posesión de dios, porque saben que esa afirmación, tan utilizada hasta hace muy poco tiempo, solo valdría para quienes creen en la existencia de ese ser. Ahora, necesitan otra razón, otro dardo envenenado con forma de argumento “civil”. Y acuden al ¡comunismo! En efecto, comienzan diciendo que somos seres sociales y que, por tanto, nos debemos a la sociedad, y concluyen que nuestra vida no es nuestra ni podemos hacer con ella lo que nos venga en gana.

Resulta curiosa la capacidad de adaptación de la jerarquía de la Iglesia Católica que pasó de afirmar que la vida nos la da dios, a decir que, en realidad, no es una donación sino un préstamo y, por último, a señalar que pertenece a la sociedad. Lo que durante siglos han atacado y vilipendiado, la teoría de la evolución y el comunismo, se han convertido en los muros de su atalaya de la muerte.

Cabría esperar que ese comunismo de la vida que ahora reclama fuera acompañado de un comunismo de las cosas, de los bienes, de la riqueza, en suma, algo que ya conocieron los primeros cristianos, tal y como relata el evangelista Lucas: “Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Y perseveraban unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo.” Pero, no, esa jerarquía sigue defendiendo la propiedad privada de las cosas, pero no la de la vida.