NO ES LO QUE PARECE
A la vista de
la realidad política que nos rodea, ha llegado el momento de redefinir los
conceptos que utilizamos para referirnos a ella. Las palabras nos maniatan en
ocasiones y nos impiden comprender con claridad lo que ocurre. Existen términos
ya esclerotizados que repetimos como mantras sin saber muy bien qué significan
ya, porque aunque en su origen expresaran algo hoy ya no lo hacen o bien su
significado original ha perdido todo su sentido.
Democracia es
uno de esos términos cuyo significado original -poder del pueblo- ha pasado a
mejor vida, porque hoy ese poder es delegado, cosa que no ocurría en la Atenas
que le vio nacer. Eso, que parece una nimiedad, es determinante para comprender
que la 'democracia' actual expresa una contradicción lógica, consistente en
afirmar y negar un atributo del mismo sujeto. Si democracia es el poder del
pueblo no puede ser el poder de los representantes del pueblo, porque pueblo y
representantes del pueblo no son lo mismo. Como, además, los representantes del
pueblo están adscritos a partidos políticos, bien como militantes, bien como
simpatizantes, la conclusión a extraer es que lo que se denomina democracia
debe llamarse partitocracia -dando así razón a muchas personas que han hecho
hincapié en esta denominación-.
Desde otro
punto de vista, la democracia se ha vinculado al concepto de 'legitimidad', de
tal manera que, aunque no coincidiese con su significado original griego, los
sistemas 'democráticos' actuales se salvarían siempre que estuvieran
legitimados. Con esto se consigue enmarañar un poco más lo que era
absolutamente simple. ¿Qué significa el invento de la 'legitimidad'? Será
legítimo aquel gobierno que accede al poder y lo ejerce cumpliendo los
requisitos que los que obedecen creen que tiene que cumplir para mandar, es
decir, que cuente con el respaldo de la voluntad popular. ¿Cómo se sabe cuál es
la voluntad popular? Preguntándoselo a su poseedor, el pueblo. Es decir, que el
sistema 'democrático' actual para ser legítimo debería haber preguntado a la
ciudadanía si estaba de acuerdo en ser representada en vez de ser ella quien
directamente decidiera. ¿Se ha hecho esto? Evidentemente, no. La conclusión es
diáfana: la llamada 'democracia' no es tal, ni por su significado, ni por su
legitimidad.
El siguiente
paso que se ha dado para enmascarar esta falsa democracia ha consistido en
colocarla como alternativa única al totalitarismo. Así, despojándola de su
verdadero significado y haciéndola aparecer como ‘verdadera’, se ha expandido
la idea de que de no haber esta ‘democracia’ lo que existiría sería algún tipo
de totalitarismo. Ante esta disyuntiva la mayoría de la población, claro está, ha
optado por acogerla con los brazos abiertos -y las mentes cerradas, dicho sea
de paso-. En este sentido, es curioso constatar cómo los adalides de la
‘excelencia’, quienes desde su posición de partida -desde el nacimiento-
inmerecidamente excelente, nos hablan de la necesidad de dicha excelencia en el
trabajo y en la educación, por ejemplo, la olvidan cuando de la democracia se
trata. Claro que, bien pensado, para esas personas esta democracia es
inmejorable porque es la que, evitando conflictos, les permite expoliar y
explotar legalmente.
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