sábado, 29 de enero de 2011

Violencia y educación

VIOLENCIA Y EDUCACIÓN

Desde distintos ámbitos -incluido el de un sector de la intelectualidad que o no se dedica a la docencia, o no imparte clases en las enseñanzas primaria y secundaria - se viene haciendo hincapié en la importancia y responsabilidad que correspondería a la educación, en esas etapas, a la hora de buscar soluciones al llamado problema vasco y, más concretamente, a la llamada violencia juvenil. Con este planteamiento está claro que, de una u otra forma, se está suponiendo que el profesorado -sobre todo el de la enseñanza pública y, más concretamente, el de la línea de euskara- hacemos dejación de un supuesto deber -que consistiría en inculcar una serie de valores que se consideran buenos de por sí- o, lo que sería aún peor, que le transmitimos a nuestro alumnado el amor por la violencia más ciega. Quienes así opinan desconocen, aunque no debieran, en qué consiste la enseñanza a esos niveles, qué tipo de programaciones estamos obligados/as a impartir, en qué condiciones se realiza nuestro trabajo y, lo que es más grave todavía, ignoran cuál debería ser el papel de la educación en una sociedad que, con merecimiento, pueda llamarse democrática. Este desconocimiento, que puede ser comprensible en personas que nada tienen que ver con el mundo “profesional” de la enseñanza, resulta imperdonable en aquellas otras cuya labor guarda alguna relación con ella.

Para empezar habría que aclarar, aunque uno piensa que es obvio, que la escuela o el instituto no son más que una pequeña parte de un conjunto de influencias que el alumnado recibe a lo largo de su vida; que la familia, las amistades, los medios de comunicación, etc., son otro núcleo de influencias tan importante o mayor que aquélla; que el alumnado no responde, al estilo de los perros de Pavlov, con el esquema estímulo-respuesta, sino que los estímulos-mensajes que recibe los interpreta y asume de una forma personal y, en muchas ocasiones, crítica y reactiva y que la enseñanza obligatoria, por desgracia, es vivida por gran parte de ese alumnado más como obligatoria que como enseñanza, y de esto puede dar fe cualquiera que se dedique a la docencia. Al profesorado, además, no se le ha preparado, ni mucho menos, para ejercer de psicólogos/as, padres espirituales, padres/madres virtuales de un alumnado cuyos verdaderos progenitores no pueden ‘hacer carrera’ con él, o de sociólogos conocedores del comportamiento de los grupos y de la terapia adecuada para solucionar los conflictos que en ellos se generan. Y, sin embargo, se le pide todo eso y más: que imparta unas maravillosas clases motivadoras para un alumnado desmotivado; que elabore materiales que las instituciones son incapaces de suministrarle; que haga traducciones de textos que sólo aparecen en castellano; que atiena a los padres y a las madres del alumnado; que se ponga al día a través de cursillos impartidos fuera de su horario; que solucione problemas de disciplina, de inadaptación, de diversidad de capacidades, de depresión...Y todo esto sin perder la compostura, manteniendo el tipo, es decir, la ilusión por el trabajo a pesar de los continuos varapalos que recibe por todos los lados. En fin, que sólo le faltaba tener que cargar sobre sus espaldas el problema de la violencia.

El alumnado es un ‘ser en el mundo’ -que decía Heidegger- como cualquier otra persona, y su mundo lo construye él teniendo en cuenta toda esa serie de influencias a las que he hecho referencia. Y el mundo que habita es un mundo concreto y real, nada imaginario. Es un mundo donde la corrupción política, el paro -sobre todo el juvenil-, la mentira, la pura apariencia, la violencia institucional y la otra, el absoluto valor del dinero, la falta de democracia verdadera -que también se da en los propios centros de enseñanza-, la demagogia, la falta de solidaridad, el desprecio hacia lo público y la manipulación informativa son, entre otros, sus elementos constituyentes. De esta fuente, y no sólo ni principalmente de la de la enseñanza, bebe la juventud. Y de esa fuente hay personas mucho más responsables que quienes compartimos en las aulas pequeñas parcelas de su tiempo. Pero es que, además, parte de ese profesorado no tenemos tan claro cuáles son esos valores, esas actitudes, que se supone debemos inocular cual vacuna. Porque no entendemos que, por ejemplo, se les pueda inculcar el amor por la democracia desde una legislación que deja su representatividad en un nivel absolutamente testimonial y desde la creencia, muy extendida, de que el alumnado no está preparado para ejercerla; ni que se le pueda convencer de que, la nuestra, es una sociedad que lucha por la paz cuando comprueba que algunas de las armas con las que se matan las personas entre sí son fabricadas en esta misma sociedad. Tampoco sabemos muy bien cómo compaginar el amor al estudio que debemos transmitirle, con la constatación de que, en un tanto por ciento muy elevado, esos estudios abocan al paro; cómo convencerle de la importancia que tiene la reflexión y el conocimiento de lo dicho por los grandes pensadores para no ser objeto de manipulación, cuando puede comprobar el papel que las distintas administraciones le vienen dando a las áreas llamadas de ‘letras’ en los planes de estudios; cómo transmitirle el respeto a la libertad de expresión, cuando tiene conocimiento de que hay personas que son ‘legalmente’ encarceladas por expresar lo que piensan; cómo demostrarle que esta sociedad en la que vive es respetuosa con los derechos humanos, cuando sabe que ha elaborado una legislación que permite que una persona detenida permanezca en manos de la policía durante tres días prácticamente sin ningún control judicial; cómo hablarle de que, esa misma sociedad, acepta oficialmente el derecho de los pueblos a la autodeterminación, pero no lo reconoce en su propia constitución porque asegura que en su seno no hay pueblos -a pesar de que los parlamentos catalán y vasco digan lo contrario-.

Sólo desde la consideración de: que una teoría sin práctica es algo vacío; que la democracia verdadera se aprende ejerciéndola -y los centros de enseñanza son un lugar ideal para ello-; que lo oficial y lo verdadero no acostumbran a ser lo mismo; que tampoco lo no oficial es necesariamente verdadero; que hay que agotar todas las vías pacíficas antes de emplear las que no lo son para lograr determinados objetivos -y en esto, como en casi todo, quien detenta el poder debe dar ejemplo-; que el incumplimiento de los derechos humanos por parte de las administraciones no anula su valor ni justifica el incumplimiento por parte de la ciudadanía; que siempre tiene más responsabilidad en dicho incumplimiento quien detenta el poder que quien no; que es lícito luchar por mejorar esta sociedad ‘manifiestamente mejorable’. Sólo desde esa consideración, decía, se pueden hacer creíbles las palabras que se transmiten al alumnado. Pero para esto es fundamental que el resto de la sociedad, no sólo el sector de la enseñanza primaria y secundaria, haga suyo lo arriba expuesto y empiece por realizar una sana autocrítica. Así evitaremos que, cuando la juventud exprese su descontento en la calle, se diga que es manipulada y que, cuando exprese lo que desde la oficialidad se espera que haga, se concluya que es madura. Porque, como señalaba Nietzsche, “también la juventud tiene su propia forma de razonar: una razón que crece en la vida, en el amor y en la esperanza”. ¡No hagamos, pues, de cierta parte de la juventud el enemigo a batir, y alimentemos su esperanza confiando más en ella!

No hay comentarios:

Publicar un comentario