Señores obispos
(A propósito
del documento de la Conferencia Episcopal: “Sembradores de esperanza”)
La vida no es
sagrada. Si la especie humana hubiera asumido que la vida es sagrada, haría
mucho tiempo que habría desaparecido por inanición, porque es vida lo que
cualquier ser viviente tiene que ingerir para sobrevivir. Si los obispos se
refieren a la vida humana, habría que preguntarles qué es lo que hace que esta
sea sagrada y no la del resto de los vivientes. Responderán, sin duda, que lo
que la hace sagrada es que dios le otorgó esa cualidad cuando la creó. En
resumidas cuentas, la sacralidad de la vida humana solo se justifica por la fe
en un dios creador, lo cual obliga a demostrar que fue este, y no el proceso
evolutivo de la materia, el causante de la existencia de la vida y de la propia
materia. En vano esperaremos demostración alguna.
La vida tampoco
es trascendente. Trascender significa existir más allá de aquello en lo que
algo se manifiesta; es decir, que la vida, según los obispos, existe al margen
de los seres vivientes. Tampoco aquí se pueden esperar pruebas racionales, sino
recursos a textos supuestamente sagrados y escritos al dictado por personas que
decían tener contacto directo con dios. Esto crea el problema de que para creer
en dios hay que creer en quienes dicen haber tenido contacto con él…
Pues bien,
ambas características -sacralidad y trascendencia- son la base argumental de la
diatriba episcopal contra la eutanasia. Cuesta entender, y mucho más
comprender, que haya personas que pierdan la razón a causa de la fe en seres
inexistentes, cuyos mandatos, a lo largo de la historia, según sus propios
textos sagrados, han sido en multitud de ocasiones contradictorios. Pero, aún
así, respetamos que tengan esas creencias y que quieran vivir de acuerdo a
ellas, pero no respetamos que las intenten imponer a toda la sociedad a través
de las leyes civiles.
Si la visión de
la conferencia episcopal acerca de la vida es claramente errónea, la que
manifiestan acerca del sufrimiento raya en el sadismo. Afirman, sin el menor
pudor, que el sufrimiento posee un sentido que debemos descubrir para aceptarlo
y “encajarlo en el recorrido vital de las personas”. Y con semejante afirmación
cuestionan que haya personas que deseen morir antes de vivir en sufrimiento
perpetuo e insoportable. Si esa es la caridad que reclaman como su seña de
identidad, algunas personas preferimos que no la ejerzan con nosotras, y que la
guarden para quienes, sufriendo, creen haber sido redimidos, aunque los efectos
de esa redención deban ser imaginados. Claro que, los obispos “resuelven” la
contradicción con la palabra mágica que “explica” lo inexplicable: misterio. La
vida, la muerte, la libertad, el amor, el ser humano, la creación, la
redención, la resurrección, todas son misterio, y, cómo no, el sufrimiento
también. Decir que algo es un misterio es reconocer que no se sabe qué es,
pero, sin embargo, pronto se olvidan del carácter misterioso de la vida, de la
muerte, etc., para explicarnos que son dones divinos, trascendentes, sagrados…Vamos,
que son misterios para cualquiera menos para ellos. Pero, no queda ahí el
discurso episcopal a favor del sufrimiento; dicen, como argumento para su
aceptación, que “el dolor físico y el sufrimiento moral están presentes de
forma habitual en todas las biografías humanas: nadie es ajeno al dolor y al
sufrimiento”. Siguiendo este pseudo
argumento, deberían añadir que la enfermedad también está presente en las
biografías humanas, y que, por tanto, se debe aceptar y encajar en nuestro
recorrido vital. Pero, ¿aceptar y encajar no supone negar el papel de la
medicina? ¿no trata ésta de eliminar la enfermedad? ¿se debe aceptar algo que
deseamos eliminar? No, replicarán, “uno de los
derechos del enfermo es el de no sufrir de modo innecesario durante el proceso
de su enfermedad”. ¿Quién determina cuándo un dolor es innecesario? ¿la persona
enferma? No, dirán, el personal sanitario. Se supone que ese personal estará en
contacto directo con la divinidad para no errar en su diagnóstico…
La vida no es
un don divino, como afirman los obispos sin demostración alguna, sino fruto de
la evolución de la materia, como sí demuestra la ciencia y avala el sentido
común; pero, además, si lo fuera, pertenecería al ser a quien le ha sido
donada, cosa que los obispos parecen no entender.
Por otra parte,
insisten en llamar homicidio a la ayuda a morir o eutanasia, ignorando dos
elementos fundamentales en las valoraciones morales de los actos humanos: la
voluntariedad y la intencionalidad. A los obispos les da igual lo que desee la
persona enferma acerca de su vivir y su morir, ellos se adueñan de esa voluntad
y la obligan a seguir sus preceptos. Difícil no describir esta situación como
secuestro. Les da igual, también, qué intención motiva a la persona que ayuda a
otra a morir, porque juzgan, en este caso, el resultado solamente, no como
cuando se trata de juzgar los abusos a menores realizados por miembros de su
institución, y cuyos casos se negaron a investigar
A lo dicho
hasta ahora, habría que añadir las filigranas lingüísticas que desarrollan los
obispos para justificar la sedación terminal, intentando evitar, sin lograrlo,
la contradicción que supone defender esta negando la eutanasia. La sedación
terminal es una eutanasia en diferido, es decir, hipócrita, porque provoca lo
mismo que la llamada eutanasia (o ayuda a morir) pero con la aquiescencia de la
iglesia. La ayuda a morir y la sedación terminal tienen el mismo objetivo,
evitar el sufrimiento; las diferencia el hecho de que en la ayuda a morir es la
persona enferma o sus representantes quienes deciden el momento de su
aplicación, mientras que en la sedación terminal es el equipo médico el que lo
decide.
A pesar de la
presencia que tiene la iglesia en las costumbres y en determinadas instancias
del poder, la realidad histórico social demuestra que ha ido perdiendo
influencia en la vida de las personas, que, con sus creencias religiosas o sin
ellas, van ganando en autonomía y en desarrollo de un criterio propio, tanto
para su vivir como para su morir. Quienes defendemos la eutanasia, nos
alegramos de que sea así.
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