Quienes se consideran defensores
de la ciencia llevan ya mucho tiempo empeñados en acabar con lo que denominan
pseudoterapias, que vendrían a ser todas las que no encajan en los estándares
de lo que ellos entienden por ciencia (por ejemplo, la acupuntura, la medicina
natural, la homeopatía…). En apoyo de sus tesis aportan “estudios científicos”
que demostrarían su ineficacia, la influencia del efecto placebo, casos de
pacientes perjudicados por su uso, el enriquecimiento de quienes las practican
y de los laboratorios que fabrican sus sustancias, el engaño al que someten a
quienes acuden a ellas, etc. Pero, ese empeño está alcanzando cotas tan altas
que no sería exagerado denominarlo como cruzada, porque cumple con bastantes de
los elementos que caracterizaban a las que tuvieron lugar entre los siglos XI y
XIII: estaban dirigidas contra los herejes, infieles, etc. y buscaban recuperar
el control de un terreno perdido así como extender su influencia y, de paso, el
poder político y económico de quienes las promovían.
En primer lugar, sorprende que al
hablar de pseudoterapias incluyan a todas las que no pertenecen a la medicina
oficial, sin distinguir, por ejemplo, las que utilizan sustancias de las que
utilizan otras vías –como las agujas o las manos-. Resulta más cómodo incluir a
todos los enemigos en el mismo grupo, pero, ciertamente, no es muy científico.
Y más sorprendente todavía es que no hagan mención alguna a las verdaderas
pseudoterapias, aquellas que ofrecen la curación a través de rezos y viajes a
lugares “milagrosos”, en suma, a través de la fe. Y no sería de extrañar que
entre quienes se consideran defensores de la ciencia haya personas que crean en
la intervención divina.
En segundo lugar, ni todos los
estudios realizados sobre estas terapias han dado los mismos resultados, ni
esos estudios son palabra de los dioses que, por lo que dicen, siempre
aciertan. Que se desprecie la opinión de las personas tratadas con dichas
terapias o que, cuando esa opinión no encaja con lo que el dogma científico
señala, se las tilde de estar manipuladas, es hacer trampa lógica, es,
justamente, actuar del modo contrario al que la ciencia aconseja.
En tercer lugar, la utilización
del llamado efecto placebo para justificar la crítica a los beneficios de esas terapias dejaría en suspenso la mayoría de los medicamentos de venta
en farmacias, porque en muchos casos, si no en todos ellos, se recogen datos de
dicho efecto en los estudios al respecto. Por otra parte, faltaría la
explicación de por qué el efecto placebo funciona, por qué en unos casos sí y
en otros no…Y lo que es más importante, si lo que se pretende es la curación, y esta se consigue en algunos o muchos casos con el efecto placebo ¿por qué esa crítica al mismo?
En cuarto lugar, se utilizan
casos extremos y excepcionales –como el de la mujer de Girona muerta a causa de
un cáncer- para generalizar y condenar a todas las terapias no oficiales, así
como a las personas que las practican. Desde luego, eso tampoco es muy
científico, aunque sí es una falacia lógica y una inmoralidad. Si se utiliza el
mismo argumento con la medicina oficial, esta debería desaparecer, porque el
número de personas muertas por negligencia, mala praxis, medicamentos con
efectos mortales, etc. es inmensamente mayor. A nadie se le ocurre cuestionar la medicina oficial porque en ella se hayan dado algunos “mengeles”.
Incidiendo en el caso de Girona citado, una visión científica del mismo debería
tener en cuenta qué tipo de terapia alternativa utilizó y durante cuánto tiempo,
así como cuánto tiempo utilizó, si lo hizo, la terapia convencional -¿radioterapia,
quimioterapia, otras?- antes y después de aquella, y qué motivo arguyó dicha
persona para optar por la terapia alternativa, entre otras cuestiones.
En quinto lugar, los beneficios
mayores o menores de las empresas fabricantes de tratamientos, sean oficiales o
alternativos, jamás pueden ser utilizados como argumento ni a favor ni en
contra de su eficacia.
En sexto lugar, la ley permite lo
que se denomina “rechazo del tratamiento”, porque coloca la libre voluntad de
la persona enferma por encima de la del personal médico que la atiende.
Sorprende que no ocurra lo mismo con la elección de las terapias, y cuesta
entender que tengamos libertad para enfermar y/o morir rechazando el
tratamiento, pero no la tengamos para decidir qué terapia deseamos utilizar
para curarnos. Se trata a las personas como seres incapaces de tener un
criterio sobre la vida y el cuerpo que son y sobre su salud, siempre, claro
está, que no lo dejen en las manos expertas de la medicina reconocida.
Como trasfondo, y para terminar, existe
una absoluta falta de democracia en el ámbito de la salud, una muestra más de
lo que se puede considerar “dictadura de la ciencia”, que en vez de convencer
con argumentos mejores que el rival de la bondad de acudir a la terapia oficial
frente a las alternativas, dejando en manos de la persona enferma la decisión
de por cuál optar, reclama a las instituciones su prohibición. Nada más lejos
de lo que exige una actitud racional. Nada más lejos de lo que debe ser la actitud científica.